12.28.2007

PROSOEMA No. 58 (28/12/2007)

Queremos desear a nuestros lectores y lectoras un Feliz Año 2008 y todo lo mejor para estos doce meses que recién comienzan. A la par, no nos cansamos de agradecerles sus visitas a este espacio que es tan de ustedes como nuestro. Esperamos seguirles ofreciendo buenos materiales en torno a la literatura para niños y jóvenes y a los múltiples temas derivados de ella.
Un gran abrazo.
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EL ABETO

Hans Christian Andersen



Allá, en el bosque, crecía un joven abeto. Tenía un buen sitio y no le faltaba el sol ni el aire. En torno suyo crecían muchos compañeros mayores, abetos y pinos. Pero el pequeño abeto tenía mucha prisa en crecer. No pensaba en el sol tibio ni en el aire fresco, ni atendía a los niños de la aldea cuando pasaban charlando en busca de fresas o frambuesas. A veces venían con toda una cántara llena o con fresas ensartadas en un junco, y se sentaban junto al arbolito y decían:
-¡Ah, qué bonito es!
Pero el árbol no quería oír nada de aquello.
Al año siguiente, había crecido un buen trecho y al siguiente uno mayor aún; porque se puede siempre saber los años de un abeto si se cuentan sus tramos.
-¡Ah, si fuera grande como los otros árboles -suspiraba el arbolito-, y pudiera extender las ramas en torno mío y divisar con la copa el ancho mundo! Los pájaros anidarían en mis ramas y cuando soplase el viento, cabecearía con tanta gravedad como ellos.
No gozaba con los rayos del sol, con los pájaros ni con las nubes rojas, que al amanecer y al ocaso navegaban sobre él.
Cuando vino el invierno y la blanca nieve centelleaba en torno, llegaba corriendo con frecuencia una liebre y brincaba sobre el arbolito; ¡oh, era tan irritante! Pero pasaron dos inviernos y al tercero el árbol era tan grande que la liebre tuvo que ir alrededor suyo. Oh, crecer, crecer, hacerse grande y viejo era el único placer de este mundo, pensaba el árbol.
En otoño venían siempre los leñadores y cortaban algunos de los árboles más grandes. Ocurría cada año y el joven abeto, que había ya crecido mucho, se estremecía ante ello, porque los grandes, espléndidos árboles caían en tierra con un estrepitoso crujido. Les cortaban las ramas y parecían desnudos, largos y delgados; apenas si se les reconocía, pero eran colocados en los carros y los caballos los sacaban del bosque. ¿Adónde iban? ¿Qué destino les esperaba?
En primavera, cuando vienen la golondrina y la cigüeña, el árbol les preguntó:
-¿Saben adónde los llevan? ¿No se los han encontrado?
Las golondrinas no sabían nada, pero la cigüeña pareció pensativa, afirmó con la cabeza y dijo:
-Sí, creo que sí. He encontrado muchos barcos nuevos cuando volaba a Egipto. Tenían magníficos mástiles; yo diría que eran ellos, olían a abeto. Puedo felicitarte cumplidamente: ¡con qué majestad se alzaban!
-¡Ah, si yo fuese lo suficientemente grande para volar sobre el mar! ¿Cómo es, en realidad, el mar, a qué se parece?
-¡Bueno, es tan complicado de explicar! -dijo la cigüeña, y se marchó.
-Goza de tu juventud -dijeron los rayos de sol-. ¡Alégrate de tu nueva estatura, de la vida joven que hay en ti!
Y el viento besó al árbol y derramó lágrimas sobre él, pero el abeto no entendía.
Cuando se aproximaba la Navidad, fueron cortados muchos árboles jóvenes, árboles que con frecuencia no eran mayores ni de más edad que este abeto que no tenía paz ni sosiego sino que siempre quería marcharse. Estos jóvenes árboles, que eran precisamente los más hermosos, conservaban siempre sus ramas, eran colocados en los carros y los caballos los sacaban del bosque.
-¿Dónde irán? -se preguntaba el abeto-. No son mayores que yo, incluso había uno que era más chico. ¿Por qué conservan todas sus ramas? ¿Adonde los llevan?
-¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. Hemos estado mirando por las ventanas allá en la ciudad. ¡Nosotros sabemos dónde los llevan! ¡Oh!, les espera el brillo y la gloria mayores que pueda pensarse. Hemos mirado por las ventanas y hemos visto que los colocan en medio de confortables salones y los adornan con las cosas más preciosas, como manzanas doradas, bollos de miel, juguetes y cientos de luces.
-¿Y después? -preguntó el abeto, temblando con todas sus ramas-. ¿Y después? ¿Qué ocurre después?
-Bueno, no hemos visto más. ¡Era maravilloso!
-¿Me tocará ir por este deslumbrante camino? -se regocijaba el árbol-. ¡Es mejor aún que cruzar el mar! Me muero de ansia de que sea ya Navidad. Ahora soy alto y ancho como los otros que se llevaron el último año. ¡Oh, si estuviese en el carro! ¡Si estuviera en el confortable salón con toda pompa y honor! ¿Y después? Sí, debe haber algo mejor, algo más hermoso, porque si no ¿para qué habrían de adornarme de esta forma? Tiene que ocurrir algo más grande, más espléndido. ¿Pero qué? ¡Oh, cómo lo deseo! ¡Cómo lo ansio! Ni yo mismo sé lo que me ocurre.
-Disfrútame -dijeron el aire y el sol-. ¡Alégrate con tu lozana juventud al aire libre!
Pero no gozaba de nada; crecía y crecía, invierno y verano se mantenía verde, verde oscuro. Al verlo, la gente decía:
-¡Qué árbol más hermoso!
Y en Navidad fue el primero que cortaron. El hacha se hincó hondo en la madera. El árbol cayó a tierra con un gemido. Sintió un pesar, un desmayo y dejó de tener pensamientos felices. Sintió pena de ser arrancado de su hogar, del lugar donde había crecido. Sabía que nunca volvería a ver a sus queridos, viejos camaradas, los pequeños arbustos y flores en torno, y quizá ni siquiera a los pájaros. La marcha no tenía nada de agradable.
El árbol no volvió en sí hasta que, en el patio, descargado con los otros árboles, oyó decir a un hombre:
-¡Es espléndido! Elegimos éste.
Después vinieron unos criados totalmente uniformados y llevaron el abeto a un hermoso salón. En torno a sus paredes colgaban retratos y junto a la gran estufa de porcelana había grandes jarrones chinos con leones en las tapas. Había mecedoras, sofás forrados de seda, grandes mesas llenas de libros con láminas y con juguetes por valor de miles de coronas -por lo menos, así lo decían los niños-. Y el abeto fue plantado en una gran cuba llena de arena, pero nadie podía ver que era una cuba porque la forraron con una tela verde y estaba sobre una gran alfombra multicolor. ¡Cómo temblaba el árbol! ¿Qué iría a ocurrir? Tanto los criados como las señoritas de la casa vinieron a adornarlo. De las ramas colgaron pequeñas redes, recortadas de papeles de colores; cada red estaba llena de caramelos; manzanas y nueces doradas colgaban como si hubiesen crecido allí y más de cien velitas rojas, azules y blancas fueron fijadas en las ramas. Muñecas que parecían vivas como si fueran personas -el árbol no había visto nunca nada igual- pendían de las ramas y, justo en la cima, fue colocada una gran estrella de papel dorado. Era espléndido sin comparación.
-¡Esta noche! -decían todos-. ¡Esta noche estará deslumbrante!
“¡Oh -pensó el árbol-, ojalá fuera ya de noche y las luces estuvieran encendidas! ¿Y qué ocurrirá? ¿Vendrán los árboles del bosque a verme? ¿Vendrán volando los gorriones a la ventana? ¿Echaré raíces aquí y seguiré estando adornado durante el invierno y el verano?”
No estaba muy informado, que digamos. Y tenía verdadero dolor de corteza de pura ansia y el dolor de corteza es tan malo para un árbol como el dolor de cabeza para nosotros.
Por fin encendieron las velas. ¡Qué brillo, qué resplandor! El árbol temblaba por todas sus ramas, tanto que una de las velas prendió fuego a una de ellas, ¡huy, lo que dolía!
-¡Dios mío! -gritaron las señoritas, y lo apagaron a toda prisa.
Entonces el árbol ya no se atrevió a mover una hoja. ¡Oh, era horrible! Tenía tanto miedo de perder algo de su esplendor; estaba aturdido de tanto brillo… y, de pronto, la puerta de dos hojas se abrió de par en par y una multitud de niños se precipitó como si fuesen a derribar el árbol. Las personas mayores venían muy serias detrás; los pequeños estuvieron callados, pero sólo un instante, porque en seguida comenzaron a armar ruido de nuevo. Bailaron en torno al árbol y arrancaron un regalo tras otro.
“¿Qué es lo que están haciendo? -pensó el árbol-. ¿Qué va a ocurrir?” y las velas se gastaron hasta llegar a las ramas y fueron apagadas cuando se consumieron y entonces los niños obtuvieron permiso para saquear el árbol. ¡Ah!, se precipitaron sobre él, de modo que crujieron todas las ramas; de no haber estado sujeto por la cima y la estrella de oro al techo, lo hubieran tirado.
Los niños bailaron alrededor con sus preciosos juguetes. Nadie se fijó más en el árbol salvo la vieja niñera, que fue a mirar entre las ramas, pero sólo para ver si no se había quedado olvidado algún higo o alguna manzana.
-¡Un cuento, un cuento! -gritaron los niños, empujando a un hombrecillo obeso hacia el árbol. Se sentó bajo él:
-Como si estuviésemos en el bosque -dijo- y al árbol le gustará también mucho oírlo. Pero contaré sólo un cuento. ¿Queréis oír el de Ivede-Avede, o el de Terrón Coscorrón, que se cayó por la escalera pero subió al trono y se casó con la princesa?
-¡Ivede-Avede! -gritaron unos-. ¡Terrón Coscorrón! -gritaron otros. Todo era puro clamor y grito; sólo el abeto se mantenía callado y pensaba:
“¿No tendré que figurar también en esto? ¿Tendré que hacer algo?”
Y claro está que había figurado y había hecho cuanto tenía que hacer.
Y el caballero contó el cuento de Terrón Coscorrón, que cayó por la escalera y, sin embargo, se sentó en el trono y se casó con la princesa. Y los niños aplaudieron y gritaron:
-¡Cuenta, cuenta! -porque querían también el de Ivede-Avede, pero tuvieron que conformarse con el de Terrón Coscorrón.
El abeto estaba quietecito y pensativo: nunca los pájaros del bosque habían contado cosas semejantes.
“Terrón Coscorrón cayó por la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa. ¡Sí, sí, así pasa en el mundo! -pensó el abeto, convencido de que era verdad lo que aquel caballero tan fino había contado-. ¡Vaya, quién sabe, quizá me caiga yo también por la escalera y me case con una princesa!”, y se regocijó al pensar que al día siguiente sería cubierto con velas y juguetes y frutas doradas.
“¡Mañana no temblaré! -pensó-. ¡Voy a gozar plenamente de todo mi esplendor! Mañana oiré de nuevo el cuento de Terrón Coscorrón y quizá el de Ivede-Avede”, y el árbol permaneció en silencio y pensativo la noche entera.
Por la mañana entraron el criado y la criada.
“Ahora -pensó el árbol- comenzarán a adornarme de nuevo”; pero lo arrastraron de la sala, escaleras arriba, entraron en el desván y allí lo dejaron, en un rincón oscuro, donde no llegaba luz alguna.
“¿Qué significará esto? -pensó el árbol-. ¿Qué tendré que hacer aquí? ¿Qué tendré que oír?”
Y se mantuvo contra la pared y pensó y pensó. Y tuvo mucho tiempo, porque pasaron días y noches. No subía nadie y, cuando por fin alguien vino, fue para poner unas grandes cajas en el rincón. El árbol estaba muy escondido, creeríase que había sido olvidado por completo.
“¡Ahora es invierno! -pensó el árbol-. La tierra está dura y cubierta de nieve, los hombres no pueden plantarme; por lo tanto tengo que estar aquí en depósito hasta la primavera. ¡Qué bien pensado! ¡Qué inteligentes son los hombres! Si no estuviera esto tan oscuro y tan espantosamente solitario. Ni una pequeña liebre acierta a pasar. Era tan agradable allá en el bosque cuando había nieve y la liebre pasaba brincando. Sí, incluso cuando brincaba sobre mí, aunque no me gustase entonces. ¡Esto es espantosamente solitario!”
-¡Pi, pi! -dijo justo entonces un ratoncito asomándose y otro le siguió. Olisquearon el abeto y corretearon entre sus ramas.
-¡Hace un frío horrible! -dijo el ratoncito-. A no ser por eso se estaría muy bien aquí. ¿No es verdad, viejo abeto?
-¡Yo no soy viejo! -dijo el abeto-. ¡Hay muchos más viejos que yo!
-¿De dónde vienes? -preguntaron los ratones-. ¿Y qué sabes? -eran terriblemente curiosos-. Háblanos del sitio más bonito de la tierra. ¿Has estado allí? ¿Has estado en la despensa, donde hay quesos en los estantes y los jamones cuelgan del techo, donde se baila sobre velas de sebo y se entra delgadito y se sale gordo, gordo?
-No lo conozco -dijo el árbol-, pero conozco el bosque, donde brilla el sol y donde cantan los pájaros -y entonces les contó acerca de su juventud. Los ratoncitos no habían oído nunca nada semejante. Escucharon con la boca abierta y dijeron:
-¡Oh, cuánto has visto! ¡Qué suerte has tenido!
-¿Yo? -dijo el abeto, y reflexionó sobre lo que había contado-. Sí, después de todo, fueron tiempos muy divertidos -y les contó sobre la Nochebuena, cuando había sido adornado con velas y dulces.
-¡Oh! -dijeron los ratoncitos-. ¡Qué suerte has tenido, viejo abeto!
-¡Yo no soy viejo! -dijo el árbol-. Al contrario, en este invierno en que he venido del bosque, me encontraba en mi mejor edad, apenas si he terminado de crecer.
-¡Qué bien lo cuentas! -dijeron los ratoncitos.
A la noche siguiente, vinieron con cuatro más, para oír al árbol contar su historia y, cuanto más contaba, con mayor frecuencia se acordaba de todo y pensaba:
“A pesar de todo, fueron tiempos muy divertidos. Pero volverán, volverán. Terrón Coscorrón se cayó por la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa. Quizá también yo me case con una”.
Y entonces recordó un gracioso abedul que crecía en el bosque y que, para el abeto, era una verdadera princesa.
-¿Quién es Terrón Coscorrón? -preguntaron los ratoncitos.
Y entonces el abeto les contó todo el cuento. Podía recordarlo palabra por palabra y los ratoncitos estuvieron a punto de brincar hasta la cima del árbol de tanto como les divirtió.
La noche siguiente vinieron muchos más ratones y el domingo incluso dos ratas. Pero dijeron que el cuento no era nada divertido y esto puso muy tristes a los ratoncitos, porque entonces también ellos pensaron que no era una gran cosa.
-¿Y ése es el único cuento que sabe usted? -preguntaron las ratas.
-Sólo éste -contestó el árbol-. Lo oí contar durante mi noche más feliz, pero entonces no sabía lo feliz que era.
-¡Es un cuento malísimo! ¿No sabe usted ninguno sobre tocino y velas de sebo? ¿Ningún cuento de despensa?
-¡No! -dijo el árbol.
-Pues muchas gracias -contestaron las ratas y se volvieron a casa.
Al fin hasta los ratoncitos dejaron también de venir y entonces el árbol suspiró:
-Pues no dejaba de ser agradable tenerlos sentados a mi alrededor, a los traviesos ratoncitos, escuchando lo que yo contaba. ¡Ahora también se han ido! Pero tendré cuidado de divertirme cuando vuelva a salir.
¿Pero cuándo iba a ocurrir aquello de volver a salir?
Pues sí, ocurrió una mañana en que vino gente y revolvió en el desván. Quitaron las cajas y sacaron el árbol; lo tiraron con pocos miramientos al suelo, pero en seguida un criado lo arrojó por la escalera a donde había luz.
“¡Ahora comienza la vida de nuevo!”, pensó el árbol. Sintió el aire libre, los primeros rayos del sol, y entonces se encontró en el patio. Todo ocurrió tan rápido que el árbol se olvidó de mirarse, tanto había que mirar alrededor. El patio daba a un jardín donde todo florecía. Las rosas colgaban frescas y fragantes sobre la barandilla, los tilos estaban en flor, y las golondrinas volaban y decían: “¡chuit, chuit, chuit, ha venido mi marido!”, pero no se referían con ello al abeto.
-¡Ahora voy a vivir! -gritó lleno de alegría, alargando sus ramas.
¡Ay!, estaban todas secas y amarillas. Había caído en el rincón entre la maleza y las ortigas. La estrella de papel dorado estaba todavía en la cima y brillaba al sol espléndido.
En el patio jugaban algunos de los alegres niños que habían bailado en torno al árbol durante la Nochebuena y que tanto les había gustado. Uno de los pequeños corrió y arrancó la estrella de oro.
-¡Mira lo que todavía queda en el repugnante, viejo árbol de Navidad! -dijo, pisoteando las ramas, que crujieron bajo sus botas.
Y el árbol miró todo el esplendor de las flores y el frescor del jardín, se miró a sí mismo y deseó no haber salido de su oscuro rincón en el desván. Recordó su verde juventud en el bosque, la alegre Nochebuena y los ratoncitos que con tanto gusto habían oído el cuento de Terrón Coscorrón.
-¡Todo acabó! ¡Todo acabó! -dijo el pobre árbol-. Si me hubiera alegrado mientras podía. ¡Todo, todo acabó!
Y vino el criado y partió el árbol en pequeños trozos, hasta formar un montón. Ardió espléndidamente bajo la gran caldera y suspiró tan hondo que cada suspiro era como un pequeño disparo. Por eso acudieron los niños que jugaban. Se sentaron ante el fuego, lo contemplaron y gritaron: “¡Pif, paf!”.
Pero a cada estampido, que era un hondo suspiro, el árbol pensaba en un día de verano en el bosque, en una noche de invierno allá, cuando brillaban las estrellas. Pensaba en la Nochebuena y en Terrón Coscorrón, el único cuento que había oído y que sabía contar, y de esta forma se consumió.
Los niños jugaron en el patio y el más pequeño llevaba sobre el pecho la estrella de oro que el árbol había lucido en su noche más feliz. Ahora todo había acabado y el árbol había acabado como el cuento. Acabado, acabado, que es lo que ocurre con todos los cuentos.

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ORO Y ESMERALDAS
(Colombia)


Esta historia ocurrió entre los Chibchas, un pueblo que vivió en el centro de Colombia, hace muchos años, cuando nuestros antepasados americanos no habían aprendido todavía a cultivar la tierra ni a domesticar animales, y cubrían sus cuerpos con pieles.
Llevaban una existencia muy simple: vivían en casas de paja o chozas, comían frutas y vegetales, y pescaban o cazaban utilizando armas rudimentarias como flechas, o cuchillos de piedra.
El jefe de una de esas familias se llamaba Piraca y vivía plácidamente con su esposa y dos hijos, un niño y una niña pequeña.
Las montañas y los ríos cristalinos de la meseta eran ricos en oro y los niños competían entre ellos buscando las pepitas doradas. El padre además hacía largos viajes para traer sal y conseguir algunas de las preciosas piedras verdes incrustadas en una cueva secreta de la lejana cordillera. Por supuesto, no tenía idea de que esos pequeños cristales serían alguna vez las Esmeraldas de Muzo, algunas de las más codiciadas del mundo.
Pero, de pronto, los dioses empezaron a olvidarse de los hombres y la lluvia se escapó hacia el mar cabalgando sobre el lomo del viento. La tierra se secó en tal forma que los árboles no volvieron a dar fruto y las fieras de la selva descendieron sobre los bosques cercanos y devoraron a los animales pequeños, en su desesperada búsqueda por alimentos.
Así, llegó un día en que la familia de Piraca no encontró ningún alimento, ni pieles para cubrirse; y aún las tiernas fibras multicolores que la madre usaba para tejer canastas y sombreros empezaron a escasear.
A los niños indios les habían enseñado desde pequeños a no llorar y por eso no se quejaban nunca, a pesar del tormento del hambre. Pero llegó el momento en que los dos hermanos parecían flores marchitas y ya no tenían energías para jugar en el bosque o nadar en la laguna encantada.
Una mañana, mientras los padres se refugiaban junto al fuego cuidando la única olla de barro donde se cocían algunas raíces, la niña india se despertó con una sonrisa de placidez y dijo:
–Soñé que caminaba por un campo azul, salpicado de estrellas.
–¿A quién le importan ahora las estrellas? –dijo el muchacho–, yo me contentaría con unas cuantas frutas para comer.
–Ya sabes que no tenemos frutas, hermano. Los animales se las comieron todas. También ellos tienen hambre.
–Ayer salí a cazar, pero no encontré ni siquiera un conejo –dijo el padre.
–Mira, Piraca, nuestros hijos están temblando de frío porque las pocas mantas que tenemos están llenas de agujeros –dijo la madre.
–Los dioses nos han abandonado. Desde que se fueron las lluvias, hasta el arco iris dejó de brillar sobre la sabana y los ríos y la laguna encantada se están secando –agregó el padre con tristeza.
–Más tarde iré con los niños a pescar. Tal vez esta vez la suerte nos acompañe –dijo la madre tratando de animarlos.
Pero aunque ese día encontraron algunos pescados pequeños y unos pocos vegetales, la mañana siguiente, cuando el sol empezó a iluminar el universo, los encontró a todos con la misma hambre.
Entonces fue cuando Piraca y su mujer resolvieron desenterrar la pequeña olla de barro donde guardaban sus más preciado tesoro: el oro y las misteriosas piedritas verdes encontradas en la montaña que habían recogido durante mucho tiempo.
–Con esto al menos podré conseguir algo de sal, algunas mantas y tal vez un poco de pescado seco –dijo esperanzado el padre, extendiendo las pepitas doradas y los hermosos cristales verdes sobre un trozo de piel, mientras preparaba su largo viaje a la aldea vecina.
–Tráeme una linda manta… Y un collar de cuentas brillantes… Y un brazalete –suplicó la niña
–Deja de soñar despierta, hija, lo que necesitamos ahora es un poco de alimento –dijo la madre abrazándola.
–Cuídate de los animales salvajes. Recuerda que ellos también tienen hambre –rogó el hijo, antes de despedirse de su padre.
El sol empezaba a levantarse sobre la tierra seca, cuando el indio partió llevando la olla de barro en una de sus manos y la bolsa con el arco y las flechas para defenderse de las fieras salvajes a la espalda.
Fue un largo, largo viaje, a través de la sabana desierta primero y los empinados caminos de la montaña después. Los pies desnudos de Piraca le dolían terriblemente y, después de caminar durante varios días, se sintió tan cansado que, al encontrar un pequeño valle, decidió descansar debajo de un árbol. Entonces se quedó dormido.
Mientras Piraca dormía, dos conejos curiosos que pasaban en busca de comida llegaron al mismo lugar.
Cuando vieron al hombre, el conejo mayor, que era muy amigo de aventuras, dijo:
–Mira! Hay un hombre dormido. Tal vez traiga algo de comer.
–Por favor, no te acerques, está armado –advirtió el otro conejo, que era un poco tímido.
Pero no hubo forma de detener al conejo curioso que fue directamente a coger la olla de barro. Cuando encontró las pepitas de oro y esmeralda, dijo tomando una de ellas en sus manos:
–No tienen olor, ni sabor; parecen piedras.
En ese momento, Piraca empezó a moverse y los conejos aterrorizados tiraron lejos la olla de barro con su precioso contenido y salieron corriendo.
Era ya muy avanzado el día cuando Piraca despertó y lo primero que hizo fue colgarse el morral con el arco y las flechas y buscar su olla de barro. Y cuando no la encontró, se llenó de pánico y sintió una angustia terrible.
–Mi oro y mis cristales preciosos –se lamentó–. Alguien me los ha robado… Soy un hombre muerto… ¿Qué voy a hacer?
Piraca recorrió el campo en varias direcciones, hasta que de pronto tuvo un presentimiento y se agachó para tocar el pasto. Y ahí, escondida entre las hojas secas, encontró una pepita dorada y más adelante otra de color verde y otra dorada.
Cuando los últimos rayos del sol iluminaron la tierra, pudo contemplarlas como pequeñas estrellas regadas sobre el pasto.
Pero como no estaba seguro de que estuvieran todas, un torrente de lágrimas represadas por mucho tiempo, desde que era un niño aterrorizado, empezó a derramarse de sus ojos mientras permanecía ahí de rodillas, perdido en su tristeza, a la luz del crepúsculo.
–Tengo que recobrar mis pepitas de oro y de cristal antes de que el sol se oculte detrás de las montañas –pensó con determinación–. Pero dudo si me será posible encontrarlas todas.
Piraca afinó sus ojos para mirar detenidamente el campo, mientras trataba de recorrerlo palmo a palmo con sus manos.
De pronto, el cielo empezó a abrirse sobre él y un magnífico doble arco iris apareció sobre la montaña. Piraca se sintió como tocado con una vara mágica y sus preocupaciones desaparecieron.
Entonces escuchó una voz poderosa, pero de tono gentil que lo llamaba por su nombre:
–No, Piraca, no recojas el oro ni las esmeraldas.
Piraca se volvió sorprendido y vio a un hombre anciano de barba plateada y vestido con una larga túnica blanca.
–¿Y quién eres tú para darme órdenes? –preguntó el hombre.
–Me llamo Bochica. Soy el dios de tus abuelos, el que salvó a tu tribu de las inundaciones. ¿No recuerdas la historia?
–Si, señor, pero el oro y los cristales eran mi único tesoro. Sin él, mi esposa y mis hijos morirán de hambre –contestó Piraca, aún de rodillas.
–Escucha, Piraca, esta es mi promesa: entierra las pepitas, cúbrelas bien con tierra para que los animales y el viento no puedan removerlas y regresa dentro de cuatro lunas. Entonces encontrarás un tesoro más valioso que tus joyas, y tu pueblo no volverá nunca a sufrir hambre.
Bochica desapareció pero el arco iris permaneció en el horizonte hasta que se hizo de noche.
Piraca durmió entonces como un bebé y, al día siguiente, sintió una felicidad que no había sentido nunca.
Enterró el oro y las esmeraldas en la forma como Bochica le había ordenado y, tan pronto como acabó de cubrirlas con la tierra, la lluvia volvió a caer sobre la tierra sedienta en medio de truenos y relámpagos.
Piraca se sentía tan feliz, que no le importó soportar las gordas gotas de lluvia sobre sus espaldas, mientras regresaba a casa.
La esposa desconfió un poco de la aparición de Bochica pero las mujeres indias no discutían nunca con sus esposos.
La tierra reverdecía ahora con la bendición de la lluvia, y hasta las aves tropicales empezaron a regresar al bosque alegrando a los niños con sus trinos melodiosos.
El padre entretanto seguía la luna marcando con ansiedad sus ciclos en el tronco de un árbol.
Cuando llegó el día señalado por Bochica, todos emprendieron el largo viaje desde muy temprano, primero por los senderos de la sabana y, después, a través de las escarpadas montañas, hasta que llegaron al valle en donde Piraca había sembrado el oro y las esmeraldas.
No veo ningún tesoro –exclamó la mujer, desconsolada.
–¿Estás seguro de que este es el sitio, padre? –preguntó el niño.
–Por supuesto. Ya verás. Marqué con varias piedras el lugar donde se apareció Bochica –respondió Piraca, mientras miraba por todas partes en busca del tesoro prometido.
Un poco más adelante, dijo con gran alivio:
–Mirenese es el árbol. Vamos allá.
La niña, que se había adelantado en el sendero, gritó:
–¡Miren: allí hay un gran campo sembrado con unas plantas muy, pero muy extrañas, que no había visto nunca en mi vida!
Al oírla, todos corrieron a ver las esbeltas plantas que se mecían al viento como si estuvieran danzando. Tenían hojas largas y aterciopeladas de color verde esmeralda y el fruto terminaba en un manojo de hebras sedosas, tan plateadas como la barba del dios Bochica.
Al abrir el fruto, encontraron una mazorca con granos dorados como el oro.
–Lo llamaremos “maíz” –dijo Piraca–, el regalo de los dioses, hecho con oro y esmeraldas.
Desde entonces, los miembros de la tribu Chibcha no volvieron a sentir nunca el azote del hambre.

12.21.2007

PROSOEMA No. 57 (21/12/2007)

!FELIZ NAVIDAD
PARA TODOS NUESTROS VISITANTES!
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CUENTO DE NAVIDAD

Jordi Sierra i Fabra


La presencia de Jaime en la entrada del salón, quieto, silencioso, hizo que sus padres dirigieran toda su atención hacia él.
Estaba muy serio.
—Yo creía que la Navidad se celebraba en todo el Universo —dijo.
Papá y mamá parpadearon. Jaime les tenía siempre alucinados. Apenas si alzaba dos palmos del suelo pero era inquietantemente lúcido, despierto, vivo, y con una imaginación...
Cuando preguntaba algo o se interesaba por un tema, era porque le estaba dando vueltas a la cabeza.
—Bueno... —carraspeó papá—. A fin de cuentas...
—Es una festividad de todo el mundo, sí —intentó ayudarlo mamá.
Jaime les dirigió una de sus miradas de “Vaya-pues-sí-que-ayudáis”. No se quedó nada convencido. Optó por dar media vuelta y volver a retirarse en silencio. Papá y mamá no supieron muy bien qué hacer.
—Está en la edad —mencionó él.
—Es increíble la de cosas que pregunta —suspiró ella.
Continuaron leyendo el periódico uno y arreglando los regalos de Navidad otra, bajo el gran árbol que dominaba el salón con su inequívoca presencia. La casa respiraba paz. Tanta, que dejaron de hacer lo que hacían, inquietos, llenos de paternal desazón, a los pocos instantes.
—Este último mes... —frunció el ceño mamá.
—Sí, desde que se inventó todo eso de los slu... slugr...
Primero, la palabreja no le salía. Pero a continuación se quedó mudo de pronto porque Jaime volvía a estar allí, en la puerta de la sala, con su misma carita seria y concentrada.
—Slurgis —le ayudó el aparecido.
—¡Oh, sí, claro! —sonrió él.
—Y no saben lo que es la Navidad.
Hubo un leve silencio.
—¿Qué? —preguntaron casi al unísono.
—Que los slurgis no saben lo que es la Navidad. En su planeta no la conocen. ¿No es asombroso?
—Vaya con los slugr... slurgs... slurgis —logró decir papá.
Jaime seguía serio, más aún, preocupado.
—Vosotros decís que nadie debe quedarse sin celebrar la Navidad, ¿verdad?
—Pues claro, hijo —dijo ella llena de dulzura.
—Es la fiesta más hermosa de todas las fiestas —aseguró él.
—Todo el mundo debe vivirla en paz y amor, con la familia o los amigos —concluyó su mamá.
—Siempre ha sido así —concluyó su papá.
—Vale —pareció aliviado Jaime—. ¿Puedo invitarles?
—¿A los...? —ya no intentaron decir el nombre.
—Por favor... —era algo más que una súplica, el tono se revestía de mucha intensidad emocional.
—Claro, Jaime —estuvo al quite mamá al ver su carita de pena—. Invítalos, hijo. Faltaría más.
El niño salió a la carrera, feliz.
—Que cosas se le ocurren —reflexionó su padre, impresionado.
—Seguro que nos sienta a la mesa a unos muñecos.
Continuaron con sus cosas, el periódico, los regalos de la familia. En alguna parte se escuchaba música. Villancicos, claro. Se respiraba el ambiente de paz y amor propio de las fechas.
Tanta paz...
—Voy a ver —mamá se dirigió a la puerta, incapaz de concentrarse.
—Te acompaño —la apoyó su esposo.
Para algo eran padres. Sentían una extraña desazón.
Abandonaron la sala, caminaron por el pasillo, entraron en la habitación de Jaime.
No estaba allí.
—El desván —indicó ella—. Estos últimos días se pasa el tiempo ahí arriba.
Subieron la escalerita, en silencio. Se oían unas voces curiosas. Asomaron la cabeza a ras de suelo, primero una, luego el otro. Ya no pudieron continuar la ascensión. Se quedaron paralizados.
En medio del lugar, apoyado sobre su base, vieron el platillo volante, no muy grande, como de medio metro de diámetro y abollado en un punto de su circunferencia. El agujero por el que parecía haberse colado quedaba justo a un lado de la pared. Y no era reciente.
Pero el platillo volante no era lo más sorprendente.
Lo más sorprendente era la pareja de bichos, o lo que fueran, que estaban sentados en el suelo, con unos cascos llenos de antenitas que vibraban y emitían ondas de colores. Medían poco menos de un palmo, tenían tres piernas y cinco manos, dos ojos y una boca enorme en relación a la cabeza. Eran incluso originales y cómicos. Por lo visto, los cascos servían para traducir idiomas, porque su español era muy fluido.
—...así que los dos soles y las tres lunas de Slurgia son muy bonitos —decía uno de ellos en ese instante.
La presencia de los aparecidos no pasó desapercibida. Los extraterrestres dejaron de hablar. Jaime miró hacia sus padres. Nada se alteró en él. Ni siquiera le sorprendió verlos allí. Sonrió feliz y, con una enorme sonrisa, se limitó a decirles:
—Papá, mamá, ellos son slupif y slupan. Y no sabes lo contentos y emocionados que están de pasar su primera Navidad en la Tierra después de que les he explicado su significado.
En lo primero que pensó su madre fue en si a los slu... lo que fuera, les gustaría el pollo.
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© Jordi Sierra i Fabra 2004/2006.
Tomado de la página web oficial de Jordi Sierra i Fabra.

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EL GRANO DIVINO
(Estados Unidos)



Cuenta la tradición de los pueblos Aztin que, después del tiempo de las nieves –durante el cual se refugiaron en Çikomoztok–, la tierra quedó muy quemada.
No había plantas de las que se pudieran recolectar frutos, los animales habían muerto por el frío en tal cantidad que la caza era muy penosa y, por ello, el linaje humano sufría mucho.
Se elevaron las plegarias a Tahtzinzeze, a quien también llamaban Zenteotl, para que iluminara el pensamiento de los hombres sabios y éstos dieran de comer a su pueblo.
Fue enviado el divino Ketzalkoatl para que viera como estaba la tierra y buscó alimento por todas partes y no encontró.
Ya convencido de ello se disponía a marcharse, cuando vio pasar presurosa a la hormiga roja, que traía unas pequeñas semillas entre sus mandíbulas poderosas. Después, vio pasar a otras que también traían semillas, aunque con restos de hojas y de paja.
Entonces les preguntó:
–Por que trabajan tanto si el “Padre de Todo” ha dispuesto los medios de vida?
–Los medios no vienen solos –respondieron las hormigas rojas–, hay que buscarlos y guardarlos para mejores ocasiones.
– ¿Por qué no me dan de esa comida para los hombres?
–Ellos son grandes y glotones y, si lo hiciéramos, se acabarían nuestros campos y pereceríamos.
Convencido Ketzalkoatl de que tenían razón, simuló irse, pero se transformó en hormiga negra, diminuta, y siguió a las hormigas rojas hasta que descubrió el campo de abastecimientos, que era un gran plantío de zacates que que tenían una espiga dorada de mechones finos y envueltos en un capullo de hojas fuertes. En su interior, había unos granos dorados, llamados Teotzintli.
Ketzalkoatl reflexionó y dijo: “Si traigo a los hombres aquí, de nada les ayudará, pues pronto acabarán con las plantas. Mejor les llevó la semilla para que ellos la cultiven y hagan que la tierra produzca”. Y tomó muestras de diferentes granos de distintos zacates, hasta cinco, y luego tomó muestras de otras cinco plantas y las llevó a los hombres.
Y llamó a los jefes de las tribus y les dijo:
–Aquí les traigo un regalo, el Grano Divino, pero no lo deben comer hasta que vuelva a salir de la tierra. Mas, como nadie sabe como ha de brotar, les dejo aquí a cinco doncellas divinas que se encargarán de cuidar de las semillas, ya puestas en la tierra. Ellas harán que broten las plantas y los granos en tal abundancia que no vuelvan a sufrir hambre, porque así lo quiere Tloke Nahuake, Tahtzinzeze.
Los granos fueron sembrados por las doncellas y ellas regaban, cantaban y danzaban en los sembradíos. A los cuatro días, la tierra se agrieto y en los días siguientes brotaron de estas grietas unas diminutas hojas verdes.
Los hombres tuvieron mucho grano llamado Teotzintli, pero no el suficiente para todas las tribus. Y vieron que no en todo el tiempo se podía sembrar, porque las doncellas divinas sabían que la nieve quemaba la planta.
Un día, afligidas, se reunieron a deliberar como cuidar mejor el grano para que produjera más y, no encontrando solución, la más bella y la más joven de ellas llamada Xilonan, invocó al divino Ketzalkoatl, pidiéndole ayudara de nuevo a los hombres.
Al calor del Fuego Sagrado, donde ella hacía su invocación, llegó el Viento Rugiente y la envolvió en un remolino. En esa caricia del viento ella escuchó:
–Tú, doncella, y Yo, ayudaremos a los hombres, pero no les daremos las cosas hechas. Ellos tendrán que trabajar y, sin que se den cuenta, nosotros trabajaremos con ellos inspirándolos. Haz que trabajen desde mañana.
Y así fue.
Las Doncellas llamaron a los hombres de la tribu y les dijeron:
–Ha llegado el momento de que aprendan a producir el grano y a mejorar su abundancia. Tomen sus “Serpientes Mágicas”, caven la tierra y pongan el grano: cinco de una clase, al Oriente; cinco de la otra clase, al Poniente.
Y los hombres lo hicieron.
Cuando las plantas ya estaban crecidas, vino un día el Divino Ketzalkoatl y dijo a las doncellas:
–Esa planta de Teotzintli da muy pocos granos. Vamos a producir otra planta que dé miles de granos, pero que sean los hombres los que entiendan y aprendan ­–y, señalando a todas las doncellas, agregó–: tú, divina doncella, serás mariposa; tú serás abeja, tú serás Catarina de rojo color, tú serás avispa azul… y tú, Xilonan, serás la hembra del Witzilli. Tomarán de los polvos de las flores del Teotzintli del Occidente y luego irán a las matas del Oriente, cuando los hombres estén allí, y dejarán los polvos de unas matas en otras, y Yo, el Viento Fecundador, soplaré con fuerza para desenmarañar las duras mazorquillas y que los polvos entren en su seno… Y después verán el milagro de los siglos.
Un día en que los hombres trabajaban en las matas, vieron volar a los insectos cuando el viento sopló fuerte y, temiendo que las plantas se rompieran, corrieron a protegerlas. Entonces contemplaron cómo los insectos rascaban con sus patas y sus picos hasta dentro de los dorados filamentos de la espiga y se asombraron.
Pasaron días y días y uno de tantos, cuando fueron a cosechar, ya no encontraron Teotzintli: ahora había un fruto duro macizo, lleno de miles de granos de diversos colores. ¡Unos eran rojos, otros azules, otros dorados, otros blancos…!
A esos granos los llamaron Itzintli, Etzintli, Antzintli (o Yaantzintli) Yauitzintli, etc. Y se iluminó el pensamiento de los hombres, mientras Xilonan y las otras doncellas siguieron realizando la polinización de las diversas especies de maíz, con lo que produjeron el Grano Divino, alimento del mundo, hasta hacer más de cuatrocientas variedades.

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Çikomoztok: en las Múltiples Cuevas.
Tahtzinzeze: el Padre Único.
Tloke Nahuake: El que Tiene Todo en Sí Mismo.
Zenteotl: el Dios Único.

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12.14.2007

PROSOEMA No. 56

Esta semana, Prosoema presenta un cuento navideño de la escritora española Emilia Pardo Bazán. Se titula Instinto y puede encontrarse en la mayoría de sus recopilaciones de cuentos.
A continuación, ofrecemos otra leyenda sobre el maíz, proveniente en este caso de Perú. En el número anterior, iniciamos un pequeño homenaje al maravilloso y nutritiva cereal nacido en nuestro continente. Un homenaje que, como dijimos entonces, consiste en mostrar algunas de las numerosas leyendas que sobre él se han escrito en los países americanos.
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INSTINTO

Emilia Pardo Bazán


Aquel año, las monjitas de la Santa Espina se habían excedido a sí mismas en arreglar el nacimiento. En el fondo de una celda vacía, enorme, jamás habitada, del patio alto, armaron amplia mesa, y la revistieron de percalina verde.
Guirnaldas de chillonas flores artificiales, obra de las mismas monjas, la festoneaban. Sobre la mesa se alzaba el belén. Rocas de cartón afelpadas de musgo, cumbres nevadas a fuerza de papelitos picados y deshilachado algodón, riachuelos de talco, un molino cuya rueda daba vueltas, una fuentecilla que manaba verdadera agua y los mil accidentes del paisaje, animados por figuras: una vieja pasando un puente, sobre un pollino; un cazador apuntando a un ciervo, enhiesto sobre un monte; un elefante bajando por un sendero, seguido de una jirafa; varias mozas sacando agua de la fuente; un gallo, con sus gallinas, del mismo tamaño de las mozas y, por último, novedad sorprendente y modernista: un automóvil, que se hunde en un túnel y vuelve a salir y a entrar a cada minuto.
Pero lo mejor, allá en lo alto, era el portal, especie de cueva tapizada de papel dorado, con el pesebre de plata lleno de pajuelitas de oro y, en él, de un grandor desproporcionado al resto de las figuras, el niño echado y con la manita alzada para bendecir a unos pastores mucho más pequeños que él, que le traían, en ofrenda, borregos diminutos.
Todas las monjitas estaban allí, admirando, dando pareceres, babeándose de cariño ante el Jesusín, "que parecía un niño de verdad". En aquel solemne día, relajaba el convento su disciplina severa y se les consentía a las sores expresar su júbilo, tocando sonajas y castañuelas, zambombas y rabeles, armando un estrépito que en otro sitio se llamaría infernal, y bailando hasta hacerse rajas* delante del belén, como habían bailado, de cierto, los pastorcillos inocentes, y como hasta saltarían de gozo los collados, porque era nacido el Redentor del mundo.
Y danzaban riendo, diciéndose cosas picarescas y chistosas, burlándose dulcemente las jóvenes de las viejas, que no eran las menos decididas para dar brincos y jalearse.
-¡Ay, mire sor Gertrudis, qué vueltas! Parece un trompo.
-¡Y qué lindos pies que luce!
-Ánimo, sor Consolación, deje ahí arrimada la muleta y eche un paso por el Niñito Jesús.
-Agarrarse todas de las manos, y a la rueda, rueda.
-¿Ese pandero, qué hace que no repica?
-¡A ver, el villancico!
Y unidas, las voces se elevaron, puras e ingenuas.
En el portal de Belén
hay una piedra redonda…
-No, ése no vale nada... Vaya aquel otro:
En el portal de Belén
todos a juntar en leña,
para calentar al niño
que nació en la Nochebuena.
Y el loco retintín de los panderos, el sonoro tableteo de las castañuelas, los desahogos de entusiasmo arreciaban, ensordecedores, mientras la casi paralítica sor Consolación, con su voz cascada y feble, no podía hacerse oír, al reprender:
-No sean escandalosas... ¡Que van a venir los guardias!
Mientras la juventud de las sores se desfogaba así, en una celda del mismo piso, la única ocupada en él, una mujer, prestaba oído atentamente. Sería como de cuarenta y cinco años; estaba sin toca, el hábito roto; su corto cabello flotaba en mechones grises y su mirar denotaba extravío. Atendía al lejano ruido sorprendida, inquieta. ¿Qué pasaba?
Al fin sonó más alta la música discordante de las sonajas y panderos. ¡Música! ¡Canciones! ¿Por qué la dejaban encerrada cuando había música?
En repentino arrebato, golpeó la puerta, que por fuera tenía echado el cerrojo. La aporreó con manos y pies, frenéticamente. Y las que todavía danzaban ante el misterio se detuvieron, se miraron.
-¡Vamos, ya respiró sor Cruz!
-¡Fuera milagro que no alborotase!
-¿Qué hacemos, madre superiora? -interrogó una monjita vivaracha, menuda, toda arrebolada por la animación del baile-. ¡Pobrecita! ¿La dejamos venir un instante al belén, que está precioso?
-No piense en eso, sor Rosa... ¡Pues buena se pondría así que viese al niñito! Ya sabe que como se le murió el suyo, el único, y a consecuencia de la pena entró en religión, tiene la cabeza... -la superiora se tocaba con el índice la sien-, y se altera hasta con las estampas del Niño Dios... Vaya allá un poco, a ver si la consuela... Déle su colación... Hágale creer que el ruido es en la calle... Y guarden ya silencio y, antes de bajar al refectorio, recemos tres avemarías, para que sor Cruz se ponga buena...
Se oyó el murmullo de la oración. Sor Rosa, a paso ligero, voló a la celda de la loca, descorrió el cerrojo vivamente y se acercó a ella, hablándole con ternura y mimo, como se habla a las criaturas.
-¿Qué tiene, hermana? Alégrese, que le voy a traer su colacioncita... Verá. Un pedazo de turrón, muy rico... Y mazapán, y peladillas, y naranja china, ¿sabe? Se chupará los dedos.
-Quiero ir a donde cantan...
-Si ya no cantan... Si fueron los pillos de la calle, que van por ahí con chicharras y zambombas.
-No, yo bien sé... Hay música en el convento -insistió la demente, queriendo echarse fuera de la celda, con ansia.
-Paciencia, sor Cruz... Acuérdese de que manda el médico que no salga, que se puede acatarrar. Espere un momento, ahora subo la colación...
Y, como un pájaro, salió sor Rosa, volviendo al cabo de minutos con una cesta repleta.
-Bueno, ahí tiene muchas golosinas: coma y luego acuéstese tranquila, que mañana vendré a peinarle esas greñas y a ponerla muy guapa, para que asista a la misa, ¿eh?, siempre que tenga mucho, mucho juicio... Hasta mañana, sor Crucita, y que descanse bien.
Fuese la arrebolada monja, corriendo el cerrojo... Es decir, ella siempre afirmó haberlo corrido; pero tal vez sufriese una de esas distracciones que prueban que no es una máquina el cerebro humano.
La demente permaneció unos momentos indecisa. Alumbraba su celda un farol colgado muy alto, para que no lo pudiese romper. A su luz mezquina, destacábase, sobre la mesilla humilde, la cesta cubierta con blanca servilleta gorda. Con ese dominio del instinto material que se observa en los alienados, pensó en la colación suculenta y se figuró al turrón macizo, los mazapanes con rubias cabelleras de huevo hilado, la compota olorosa.
Un poco de saliva vino a sus fauces. Pero el recuerdo de la música resurgió y la curiosidad fue más viva que la gula. ¿Por qué música en el convento? Lanzóse otra vez contra la puerta... ¡Oh, maravilla! La puerta cedió... Se abrió sobre el pasillo ancho, sombrío y glacial, por el cual avanzó a tientas la loca, guiada por un débil reflejo, una raya de claridad lejana.
También obedeció al empujón la puerta del recinto iluminado y la loca, admirada, se paró un momento en el umbral. El belén se presentaba a sus ojos, solitario, bajo el rayo de la estrella, fulgiendo entre los azules pabellones de tarlatana que figuran el cielo cercado de candelicas, dispuestas en arco a ambos costados. Una sonrisa de gozo se dibujó en el semblante de la pobre insensata. ¡Qué bonito! ¡La fuentecita, el agua que corre! ¡El automóvil, qué monada! ¡Y el cazador! ¡Pum! De improviso, una chispa más espiritual brilló en sus ojos. Un grito, casi un rugido de amor se exhaló de su garganta. ¡El niño! ¡Su niño, al que siempre está llamando en las largas horas de su tristeza infinita!
De un salto, sor Cruz se encaramó al belén. Pisando fuentes, puentes y figuras desbaratando y destrozándolo todo, llegó hasta el portal, agarró al infante y lo cubrió de caricias violentas, ávidas. Medio le mordió. Luego, temerosa de que se lo arrebatasen, echó a correr hacia su celda, llevándolo abrazado.
Entre tanto, las arrancadas candelicas se desmayaron sobre los tules que con la estrella se habían volcado encima del portal. Un reguerillo de chispas devoró rápidamente el leve tejido y, luego, una corta lengua inflamada lamió las apolilladas maderas y cartones impregnados del aguarrás de la fresca pintura.
El convento dormía cuando se desenmascaró el incendio. El sereno vio el humo y aturdió a llamadas de aldabón enorme. La confusión fue como de naufragio. Sacaron en brazos a la paralítica sor Consolación y, en medio del terror y de los angustiosos chillidos, sor Rosa, sintiendo acaso un misterioso e indefinible remordimiento, pensó en sor Cruz.
-¡Ay mi Dios! ¡Misericordia, Virgen Santísima! ¡Va a morir abrasada! ¡El fuego es en su piso!
Y como alzasen los ojos hacia la reja de la celda de la demente, pudieron ver, sobre cortina de llamas y humo, un rostro aterrador y oír una voz que gritaba:
-¡Ahí va el niño! ¡Salven al niño!
Un muñeco de talla vino a rebotar en tierra a los pies de las monjas. La cara de la loca desapareció en el brasero.
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*Hacerse rajas: dividirse, caer a pedazos. La autora usa la expresión con el sentido de agotarse.
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CHOGLLO
(Perú)

Sara-Chogllo era una mujer de raza de la misma estirpe de Mama-Huaco. Guerreras por naturaleza y como todas las mujeres de su raza, siempre apoyaba incondicionalmente, en el campo de batalla, a su compañero Wiru.
En el calor de una lucha, una larga flecha de carrizo encontró fatalmente el corazón de la mujer y le robó el calor de su aliento.
Wiru, al mirar el cuerpo inerte de su amada, se arrodilló a su lado y dejó escapar lo más dolorosos lamentos y suspiros que se habían escuchado en todas las montañas andinas.
Un incesante río de lágrimas escapó de los ojos de Wiru, con el que bañó el rostro y la herida abierta de Sara Chogllo, purificando así el paso de su compañera al mundo de los espíritus.
La ceremonia de entierro duró muchos días y muchas noches en los que nada ni nadie se atrevieron a alterar el sagrado conjuro de Wiru a los Dioses. La Madre Quilla y el padre Ti acompañaron calladamente la pena del guerrero en su largo ritual.
Cuando el dolor de Wiru empezaba a mitigarse, del corazón de Sara-Chogllo brotó una planta hermosa que, gradualmente, tomaba la forma de una guerrera altiva.
Al cuerpo que apenas germinaba le crecieron los dientes fuertes y sanos como la sonrisa luminosa de una mujer. El cabello largo y lustroso bañado por el sol se tornó en una dorada caricia que llenó de fragancias el vientre donde se gestaba la nueva vida.
Las faldas verdes y lozanas envolvieron con maternal ternura el retoño florecido del amor y del dolor concertados en ese instante fértil.
El naciente fruto arrimó su cabeza al esbelto carrizo, que seguía fuertemente abrazado a la Pachamama y fue tomando fuerza.
Cuando el nuevo fruto estaba lo suficiente maduro, Wiru lo arrancó tiernamente con sus manos, lo llamó Chogllo (como su madre), y lo guardó muy cerca de su corazón.
Wiru sentía latir en su pecho el fruto de su amor que su amada le había ofrendado como última muestra de cariño.
Cuando regresó, los hombres y mujeres del pueblo recibieron al guerrero con cantos de pesadumbre. Wiru fue directamente al templo a ofrecerle al gran Punchao el fruto nacido del corazón de su compañera.
Pero su sacrificio no estaba completo. Wiru sabía por los consejos de los Amautas que, para que su sacrificio tuviera recompensa, tenía que devolver el fruto a la Pachamama, de donde surgiría, se multiplicaría, alimentaría a los hijos de su pueblo y a los hijos de sus hijos, haría sanos sus cuerpos y fuertes sus brazos y haría de ellos una raza de hombres invencibles.
Así lo hizo Wiru: con sus propias manos, abrió la tierra y entregó grano por grano al fruto de su amor y sacrificio último.
Desde entonces, año tras año los Incas siembran el maíz en el mes del Capac Raymi, cuando empiezan a caer las lluvias, y en de Hatun Cusqui o Aymoray Quilla, cuando han cesado las lágrimas del cielo, y el padre Sol ha acariciado con su calor por varios meses a la Pachamama.
Entonces, ésta entrega a los descendientes de Wiru porciones generosas del noble Chogllo, que tiene y siempre ha tenido el aroma amargo de las lágrimas de Wiru y el dulce sabor de su eterna compañera.
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Wiru: caña de maíz.
Quilla: la Luna.
Ti: el Sol.
Pachamama: Madre Tierra.
Punchao: calor, fuente de vida, aliento.
Amautas: maestros andinos.
Capac Raymi: mes equivalente a diciembre.
Hatun Cusqui o Aymoray Quilla: mes equivalente a mayo.

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12.07.2007

PROSOEMA No. 55 (07/12=2007)

UN HOMENAJE AL MAÍZ

A partir de esta semana y durante lo que resta de diciembre de 2007 y en enero de 2008, rendiremos homenaje a nuestra planta primigenia: el maíz.
Este cereal, el más cultivado actualmente en todo el mundo –mucho más que el trigo y el arroz–, es un elemento imprescindible de las cocinas americanas. En forma de arepa, cachapa, empanada, tortilla, atol o polenta –entre otras muchas–, forma parte de la dieta de la mayoría de los nacidos en n uestro continente.
Por eso, este pequeño homenaje, en el que presentaremos diversas leyendas que hablan de su origen, de su cultivo o de su uso por parte de los nativos de América.
Hoy ofreceremos dos de tales leyendas: una, de origen argentino y, la otra, de México. En las semanas que vienen, habrá de otras naciones del continente, a la par que nuestros habituales materiales sobre literatura infantil y juvenil.
Esperamos que gusten y degusten de este homenaje.
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NARIZ DE INDIO
(Argentina)


Fue en aquellos momentos cruciales en que no se sabe si es posible sobrevivir o perecer. Todo parecía indicar que ocurriría esto último pues, durante largos meses, no asomaba una nube en la comba celeste.
Los ríos se secaban, se marchitaban los árboles, los animales morían de sed... Tolvaneras irresistibles barrían los campos desolados. El pueblo, paciente al principio, desesperaba, enloquecía... Todas las rogativas habían resultado estériles. Entonces el "rubichá" (jefe de la tribu), en una sostenida cábala con los genios del cielo, develó el secreto:
-Tupá está enojado con sus hijos y por eso los castiga con el hambre, la sed y la muerte si no vuelven los ojos a Él...
El pueblo entero se arrepintió y cayó de rodillas, jurando amor y respeto a sus leyes. Pero el rubichá continuó:
-Eso no basta. Para aplacar la ira de Tupá, es necesario sacrificar la vida de uno de sus hijos.
Entonces, entre los circunstantes salió un guerrero joven y apuesto que exclamó con firmeza:
-¡Yo me ofrezco al sacrificio!
Lloraron los suyos y lloró el pueblo de emoción y dolor, pero el joven mantuvo su decisión inquebrantable.
El rubichá, dolorido, no tuvo otro recurso que aceptar el sacrificio de aquel joven, cuya vida podría ser tan útil.
Caminaron hasta un sitio despoblado de árboles, cavaron una fosa y en ella tomó el joven su voluntaria sepultura.
La tierra, fuertemente apisonada, lo cubrió totalmente, dejando sólo fuera la nariz del infortunado.
A los pocos instantes, asomó una tormenta en el horizonte, que vertiginosamente descendió sobre la selva. El viento y los relámpagos sembraron el pánico entre los hombres.
Luego comenzó a llover. Una lluvia abundante, dulce, que duró toda la noche. !El milagro se había cumplido!
Al día siguiente, la tribu se dirigió al lugar del sacrificio para testimoniar su gratitud. Pero, en el mismo lugar, donde el día antes asomara la nariz, había brotado una planta de largas hojas verdes entre las que asomaban espigas con granos de oro.
Era el maíz y le llamaron "abati", que quiere decir "Nariz de indio".

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LA HORMIGA QUE TRAJO EL MAÍZ
(México)


Cuentan que, antes de la llegada de Quetzalcóatl, los aztecas sólo comían raíces y animales que cazaban.
No tenían maíz pues este cereal tan alimenticio para ellos estaba escondido detrás de las montañas.
Los antiguos dioses intentaron separar las montañas con su colosal fuerza pero no lo lograron.
Los aztecas fueron a plantearle este problema a Quetzalcóatl.
-Yo se los traeré -les respondió.
Quetzalcóatl, el poderoso dios, no se esforzó en vano en separar las montañas con su fuerza, sino que empleó su astucia.
Se transformó en una hormiga negra y, acompañado de una hormiga roja, marchó a las montañas.
El camino estuvo lleno de dificultades, pero Quetzalcóatl las superó, pensando solamente en su pueblo y sus necesidades de alimentación. Hizo grandes esfuerzos y no se dio por vencido ante el cansancio y las dificultades.
Al fin, Quetzalcóatl llegó hasta donde estaba el maíz y, como estaba trasformado en hormiga, tomó un grano maduro entre sus mandíbulas y emprendió el regreso. Al llegar, entregó el prometido grano de maíz a los hambrientos indígenas.
Los aztecas plantaron la semilla y así obtuvieron el maíz que, desde entonces, sembraron y cosecharon.
El preciado grano aumentó sus riquezas y se volvieron más fuertes, construyeron ciudades, palacios, templos. Y vivieron felices.
A partir de ese momento, los aztecas veneraron al generoso Quetzalcóatl, el dios amigo de los hombres, el dios que les trajo el maíz.

11.30.2007

PROSOEMA No. 54 (30/11/2007)

EL CUENTO MÁS CLÁSICO DEL MUNDO

En la edición de esta semana, presentamos las dos versiones clásicas del cuento “Caperucita Roja”, la de los hermanos Grimm y la de Charles Perrault. Lo hacemos para que nuestros lectores vean las semejanzas y diferencias entre una y otra y para que observen también cuan manipuladas son esas ediciones que se hacen comercialmente para los niños.
Además, pueden darse cuenta de que la versión de los Grimm presenta un mensaje a las niñas y niños en general, en tanto la de Perrault lo hace a las adolescentes entradas en la pubertad. A la segunda versión le hemos dejado la moraleja para mostrarla tal como se ha presentado a sus lectores, desde hace más de tres siglos.
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CAPERUCITA ROJA

Jacob y Wilhelm Grimm


Érase una vez una pequeña y dulce coquetuela, a la que todo el mundo quería, con sólo verla una vez; pero quien más la quería era su abuela, que ya no sabía ni qué regalarle. En cierta ocasión, le regaló una caperuza de terciopelo rojo y, como le sentaba tan bien y la niña no quería ponerse otra cosa, todos la llamaron de ahí en adelante Caperucita Roja.
Un buen día la madre le dijo:
–Mira, Caperucita Roja, aquí tienes un trozo de torta y una botella de vino para llevar a la abuela, pues está enferma y débil y esto la reanimará. Arréglate antes de que empiece el calor y, cuando te marches, anda con cuidado y no te apartes del camino, no vaya a ser que te caigas, se rompa la botella y la abuela se quede sin nada. Y, cuando llegues a su casa, no te olvides de darle los buenos días, y no te pongas a hurgar por cada rincón.
–Lo haré todo muy bien, seguro –asintió Caperucita Roja, besando a su madre.
La abuela vivía lejos, en el bosque, a media hora de la aldea. Cuando Caperucita Roja llegó al bosque, salió a su encuentro el lobo, pero la niña no sabía qué clase de fiera maligna era y no se asustó.
–¡Buenos días, Caperucita Roja! –la saludó el lobo.
–¡Buenos días, lobo!
–¿A dónde vas tan temprano, Caperucita Roja? –dijo el lobo.
–A ver a la abuela.
–¿Qué llevas en tu canastillo?
–Torta y vino. Ayer estuvimos haciendo pasteles en el horno. La abuela está enferma y débil y necesita algo bueno para fortalecerse.
–Dime, Caperucita Roja, ¿dónde vive tu abuela?
–Hay que caminar todavía un buen cuarto de hora por el bosque. Su casa se encuentra bajo las tres grandes encinas. Están también los avellanos, pero eso, ya lo sabrás –dijo Caperucita Roja.
El lobo pensó: "Esta joven y delicada cosita será un suculento bocado y mucho más apetitoso que la vieja. Has de comportarte con astucia si quieres atrapar y comerte a las dos". Entonces acompañó un rato a la niña y luego le dijo :
–Caperucita Roja, mira esas hermosas flores que te rodean. ¿Por qué no miras a tu alrededor? Me parece que no estás escuchando el melodioso canto de los pajarillos, ¿no es verdad? Andas ensimismada, como si fueras a la escuela, ¡y es tan divertido corretear por el bosque!
Caperucita Roja abrió mucho los ojos y, al ver cómo los rayos del sol danzaban por aquí y por allá, a través de los árboles, y cuántas preciosas flores había, pensó: "Si llevo a la abuela un ramo de flores frescas se alegrará y como es tan temprano llegaré a tiempo". Y, apartándose del camino, se adentró en el bosque en busca de flores. Y en cuanto había cortado una, pensaba que más allá habría otra más bonita y, buscándola, se internaba cada vez más en el bosque. Pero el lobo se marchó directamente a casa de la abuela y golpeó a la puerta.
–¿Quién es?
–Soy Caperucita Roja, que te trae torta y vino. Ábreme.
–No tienes más que girar el picaporte –gritó la abuela–; yo estoy muy débil y no puedo levantarme.
El lobo giró el picaporte, la puerta se abrió de par en par y, sin pronunciar una sola palabra, fue derecho a la cama donde yacía la abuela y se la tragó. Entonces, se puso las ropas de la abuela, se colocó la gorra de dormir de la abuela, cerró las cortinas, y se metió en la cama de la abuela.
Caperucita Roja se había dedicado entretanto a buscar flores y cogió tantas que ya no podía llevar ni una más. Entonces se acordó de nuevo de la abuela y se encaminó a su casa. Se asombró al encontrar la puerta abierta y, al entrar en el cuarto, todo le pareció tan extraño que pensó: “¡Oh, Dios mío, qué miedo siento hoy y cuánto me alegraba siempre que veía a la abuela!". Y dijo:
–Buenos días, abuela.
Pero no obtuvo respuesta. Entonces se acercó a la cama y abrió las cortinas. Allí yacía la abuela, con la gorra de dormir bien calada en la cabeza y un aspecto extraño.
–¡Oh, abuela, qué orejas tan grandes tienes!
–Para así poder oírte mejor.
–¡Oh, abuela, qué ojos tan grandes tienes!
–Para así, poder verte mejor.
–¡Oh, abuela, qué manos tan grandes tienes!
–Para así, poder cogerte mejor.
–¡Oh, abuela, qué boca tan grande y tan horrible tienes!
–¡Para comerte mejor!
No había terminado de decir esto el lobo, cuando saltó fuera de la cama y devoró a la pobre Caperucita Roja.
Cuando el lobo hubo saciado su voraz apetito, se metió de nuevo en la cama y comenzó a dar sonoros ronquidos.
Acertó a pasar el cazador por delante de la casa y pensó: "¡Cómo ronca la anciana!; debo entrar a mirar, no vaya a ser que le pase algo". Entonces, entró a la alcoba y, al acercarse a la cama, vio tumbado en ella al lobo.
–¡Mira dónde vengo a encontrarte, viejo pecador! –dijo–; hace tiempo que te busco.
Entonces le apuntó con su escopeta, pero de pronto se le ocurrió que el lobo podía haberse comido a la anciana y que tal vez podría salvarla todavía. Así es que no disparó sino que cogió unas tijeras y comenzó a abrir la barriga del lobo. Al dar un par de cortes, vio relucir la roja caperuza; dio otros cortes más y saltó la niña diciendo:
–¡Ay, qué susto he pasado, qué oscuro estaba en el vientre del lobo!
Después salió la vieja abuela, también viva aunque casi sin respiración. Caperucita Roja trajo inmediatamente grandes piedras y llenó la barriga del lobo con ellas. Y, cuando el lobo despertó, quiso dar un salto y salir corriendo, pero el peso de las piedras le hizo caer, se estrelló contra el suelo y se mató.
Los tres estaban contentos. El cazador le arrancó la piel al lobo y se la llevó a casa. La abuela se comió la torta y se bebió el vino que Caperucita Roja había traído y Caperucita Roja pensó: "Nunca más me apartaré del camino y adentraré en el bosque cuando mi madre me lo haya pedido".
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CAPERUCITA ROJA

Charles Perrault


Había una vez una niñita en un pueblo, la más bonita que jamás se hubiera visto; su madre estaba enloquecida con ella y su abuela mucho más todavía. Esta buena mujer le había mandado hacer una caperucita roja y le sentaba tanto que todos la llamaban Caperucita Roja.
Un día, su madre, habiendo cocinado unas tortas, le dijo:
—Anda a ver cómo está tu abuela, pues me dicen que ha estado enferma; llévale una torta y este tarrito de mantequilla.
Caperucita Roja partió en seguida a ver a su abuela que vivía en otro pueblo. Al pasar por un bosque, se encontró con el compadre lobo, que tuvo muchas ganas de comérsela, pero no se atrevió porque unos leñadores andaban por ahí cerca. Él le preguntó adónde iba. La pobre niña, que no sabía que era peligroso detenerse a hablar con un lobo, le dijo:
—Voy a ver a mi abuela, y le llevo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
—¿Vive muy lejos? –le dijo el lobo.
—¡Oh, sí! –dijo Caperucita Roja–, más allá del molino que se ve allá lejos, en la primera casita del pueblo.
—Pues bien –dijo el lobo–, yo también quiero ir a verla; yo iré por este camino y tú por aquél y veremos quién llega primero.
El lobo partió corriendo a toda velocidad por el camino que era más corto y la niña se fue por el más largo entreteniéndose en coger avellanas, en correr tras las mariposas y en hacer ramos con las florecillas que encontraba. Poco tardó el lobo en llegar a casa de la abuela. Golpea: Toc, toc.
—¿Quién es?
—Es su nieta, Caperucita Roja –dijo el lobo disfrazando la voz–, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
La cándida abuela, que estaba en cama porque no se sentía bien, le gritó:
—Tira la aldaba y el cerrojo caerá.
El lobo tiró la aldaba y la puerta se abrió. Se abalanzó sobre la buena mujer y la devoró en un santiamén, pues hacía más de tres días que no comía. En seguida cerró la puerta y fue a acostarse en el lecho de la abuela, esperando a Caperucita Roja quien, un rato después, llegó a golpear la puerta: Toc, toc.
—¿Quién es?
Caperucita Roja, al oír la ronca voz del lobo, primero se asustó, pero creyendo que su abuela estaba resfriada, contestó:
—Es su nieta, Caperucita Roja, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
El lobo le gritó, suavizando un poco la voz:
—Tira la aldaba y el cerrojo caerá.
Caperucita Roja tiró la aldaba y la puerta se abrió. Viéndola entrar, el lobo le dijo, mientras se escondía en la cama bajo la frazada:
—Deja la torta y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.
Caperucita Roja se desvistió y metió a la cama y quedó muy asombrada al ver la forma de su abuela en camisa de dormir. Ella le dijo:
—Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes!
—Es para abrazar mejor, hija mía.
—Abuela, ¡qué piernas tan grandes tienes!
—Es para correr mejor, hija mía.
–Abuela, ¡qué orejas tan grandes tienes!
—Es para oír mejor, hija mía.
—Abuela, ¡que ojos tan grandes tienes!
—Es para ver mejor, hija mía.
—Abuela, ¡qué dientes tan grandes tienes!
—¡Para comerte!
Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se la comió.
MORALEJA
Aquí vemos que la adolescencia,
en especial las señoritas,
bien hechas, amables y bonitas
no deben a cualquiera oír con complacencia,
y no resulta causa de extrañeza
ver que muchas del lobo son la presa.
Y digo el lobo, pues bajo su envoltura
no todos son de igual calaña:
Los hay con no poca maña,
silenciosos, sin odio ni amargura,
que en secreto, pacientes, con dulzura
van a la siga de las damiselas
hasta las casas y en las callejuelas;
más, bien sabemos que los zalameros entre todos los lobos ¡ay! son los más fieros.

11.23.2007

PROSOEMA No. 53 (23/11/2007)

LO QUE SE PUEDE INVENTAR

Hans Christian Andersen


Érase una vez un joven que estudiaba para poeta. Quería serlo ya para Pascua, casarse y vivir de la poesía, que, como él sabía muy bien, se reduce a inventar algo, sólo que a él nada se le ocurría. Había venido al mundo demasiado tarde; todo había sido ya ideado antes de él llegar; se había escrito y poetizado sobre todas las cosas.
-¡Felices los que nacieron mil años atrás! –suspiraba-. ¡Cuán fácil les resultó ganar la inmortalidad! ¡Feliz incluso el que nació hace un siglo, pues entonces aún quedaba algo sobre que escribir. Hoy, en cambio, todo está agotado. ¿De qué puedo tratar en mis versos?
Y estudió tanto que cayó enfermo y se encontró en la miseria. Los médicos nada podían hacer por él; tal vez la adivina lograse aliviarlo. Vivía en la casita junto a la verja, y cuidaba de abrir ésta a los coches y jinetes; pero sabía hacer algo más que abrir la verja: era más lista que un doctor, que viaja en coche propio y paga impuestos.
-¡Tengo que ir a verla! -dijo el joven.
La casa donde residía la adivina era pequeña y linda, pero de aspecto tristón. No había ni un árbol ni una flor; junto a la puerta se veía una colmena, cosa muy útil, y un foso, donde crecía un endrino que había florecido ya y tenía ahora unas bayas de aquellas que no se pueden comer hasta que las han tocado las heladas, pues hacen contraer la boca.
“He aquí el símbolo de nuestra prosaica época”, pensó el joven; aquello era al menos un pensamiento, un granito de oro encontrado a la puerta de la adivina.
-Anótalo -dijo ella-. Las migas también son pan. Sé para qué has venido: no se te ocurre nada, y, sin embargo, quieres ser poeta antes de Pascua.
-Ya lo han escrito todo -dijo él-. Nuestra época no es como antes.
-No -contestó la mujer-. En aquellos tiempos quemaban a las brujas y los poetas paseaban con el estómago vacío y los codos rotos. Nuestra época es muy buena, la mejor de todas. Pero tú no sabes captar bien las cosas, no tienes el oído aguzado y, seguramente, por la noche no rezas el Padrenuestro. Los temas son inagotables, si uno los sabe manejar. Puedes extraerlos de las plantas de la tierra, de las aguas fluyentes y de las estancadas, pero necesitas comprender, tienes que aprender a coger un rayo de sol. Prueba mis gafas, ponte al oído mi trompetilla, ruega a Dios y deja de pensar en ti mismo.
Esto último era muy difícil, más de lo que puede exigir una adivina.
Le dio las gafas y la trompetilla y lo condujo al centro de un campo de patatas. La mujer le puso en la mano un grueso tubérculo, que resultó sonoro; salía de él una canción con palabras: la historia de las patatas. He ahí una cosa interesante: una historia cotidiana en diez líneas; diez líneas bastaban.
¿Y qué cantaba la patata?
Pues cantaba de sí misma y de su familia, de la llegada de las patatas a Europa, de los desprecios que habían debido sufrir antes de ser como son hoy, una bendición mayor que un terrón de oro.
-Por mandato del Rey fuimos distribuidas en las casas consistoriales de todas las ciudades y se publicaron bandos acerca de nuestro gran valor, pero la gente no les hizo caso, no sabían plantarnos. Uno abría un hoyo y metía en él toda una fanega de patatas; otro plantaba una aquí y otra allí y se quedaba esperando que saliera un árbol para sacudirle los frutos. Brotaron plantas, flores, tubérculos, pero todo se marchitó. Nadie adivinaba lo que podía haber en la tierra, en la bendición que eran las patatas. Sí, hemos resistido y sufrido; es decir, nuestros abuelos, pero ellos y nosotros somos una sola y misma cosa. ¡Qué historia la nuestra!
-Bueno, basta de esto -dijo la adivina-. Ahora mira el endrino.
-Tenemos también próximos parientes en la tierra de las patatas, sólo que más al Norte que ellas -dijeron las endrinas-. De Noruega vinieron unos normandos que, a través de la niebla y desafiando las tempestades, navegaban con rumbo a un país desconocido; allí, más allá del hielo y la nieve, encontraron hierbas y verdes prados, y unos arbustos que daban unas bayas de color azul negruzco: los endrinos. Los racimos maduraban al helarse, que es lo que hacemos también nosotras. A aquel país le pusieron por nombre Vinlandia, la tierra del vino, que es lo mismo que Groenlandia, o tierra verde, tierra del endrino.
-Es una narración muy romántica -dijo el joven.
-Lo es, en efecto, pero sígueme -dijo la adivina, conduciéndolo a la colmena.
Él miró al interior. ¡Qué vida y qué ajetreo! Había abejas en todas las galerías, ocupadas en hacer aire con las alas para ventilar el edificio; aquélla era su misión. Luego llegaron otras abejas del exterior; habían nacido con cestitos en las patas y los traían llenos de polen que, una vez vaciado y separado, sería convertido en miel y cera. Entraban y salían, volando sin cesar; también la reina hubiera querido ir con ellas, pero entonces habrían tenido que marcharse todas las abejas. No era hora todavía. Ya le llegaría su turno. Y mordían las alas a Su Majestad para forzarla a quedarse.
-Súbete al borde del foso -dijo la adivina-. Echa una ojeada a la carretera; verás gente en ella.
-¡Qué bullicio! -exclamó el joven-. ¡Esto es historia tras historia! ¡Qué manera de zumbar! Lo veo todo revuelto. ¡Me caigo de espaldas!
-Nada de eso, anda siempre derechito -dijo la mujer-. Métete entre el gentío, aguza el ojo, el oído y el corazón y no tardarás en encontrar algo. Pero, antes de que te marches, devuélveme mis gafas y la trompetilla.
Y le quitó los dos objetos.
-Ahora no veo nada en absoluto! -dijo el joven-. Ni oigo nada.
-En tal caso, no serás poeta para Pascua -respondió la adivina.
-¿Cuándo, pues?
-Ni la primera Pascua ni la segunda. No aprenderás a inventar nada.
-Entonces, ¿qué debo hacer para ganarme el pan con la poesía?
-¡Oh, si sólo quieres eso, puedes conseguirlo antes de carnaval! Arremete contra los poetas. Si matas sus obras, los matarás a ellos mismos. Pero no te andes con miramientos. Duro con ellos, y tendrás bollos de carnaval para hartarte tú y tu mujer.
-¡Lo que uno puede inventar! -dijo el joven, y arremetió contra todo poeta que encontraba, sólo porque él no podía serlo.
Lo sabemos por la adivina; ella sabe lo que se puede inventar.

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11.04.2007

PROSOEMA No. 52 (09/11/2007)

NOTA:
La semana pasada y antes de viajar a Caracas, realizamos tres intentos, desde tres computadoras distintas, para publicar este blog, como teníamos previsto. No fue posible: no abría la página de Blogger. Por ello, este número no salió. Así que presentamos esta edición , pidiendo excusas por esa ausencia involuntaria.
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CÓMO CONTAGIAR EL PLACER DE LEER:
11 CONSEJOS


Luis Olivera

1
Lean libros con frecuencia delante de sus hijos y que se note que los aprecian. Los egipcios decían: “Ama los libros como amas a tu madre”. Y, vayan haciendo una biblioteca familiar, en un sitio accesible de la casa. Arturo Pérez-Reverte, hablando de sus primeras lecturas, decía: “Tuve la suerte de crecer con libros cerca; sólo tenía que acercarme a las estanterías y cogerlos”. Que sea una biblioteca sin llaves, accesible a todos. Serán muy escasos los libros que unos padres pueden leer y sus hijos todavía no. Antes de ser elegido Papa, Juan Pablo I escribió cartas a personajes históricos. En la dedicada a Walter Scott, reconoce que sus libros “a mí me encantaban de pequeño. Y todo limpio. Libros que exaltan siempre el valor y la lealtad, y pueden dejarse sin peligro en manos de los niños ”.
2
Compren libros habitualmente, pero bien seleccionados: son el alimento de la inteligencia y, por ello, hay que garantizar que la mercancía es de excelente calidad. En el cerebro, cualquier virus se reproduce inmediatamente. Hay tanto que leer y tan poco tiempo en la vida para hacerlo, que merece la pena afinar la puntería y leer sólo lo mejor.
3
Que siempre haya un libro para cada hijo entre los regalos de Reyes y del santo y cumpleaños. Animen a sus hijos a que tengan la ilusión de hacerse su pequeña biblioteca de libros infantiles.
4
Léanles a sus hijos, al menos 15 minutos cada día: les aclararán dudas de palabras nuevas, expresiones hechas, refranes, dichos y, a la vez, les harán ver qué conductas están bien y cuáles van contra su dignidad de personas. Luis Vives recomendaba a uno de sus discípulos: “Procura que no pase un solo día sin leer y escribir algo”. Paco Abril se pregunta: “¿En cuántos hogares se les cuentan cuentos a los niños? En muy pocos. Los niños a los que se les leen cuentos, descubrirán que las historias que les conmueven y apasionan, están en los libros”.
5
Hagan que sus hijos lean delante de ustedes: les enseñarán a pronunciar bien las palabras, hacer las pausas debidas y leer con el ritmo correcto. Después, pregúntenles si han entendido lo que han leído, para aclarar conceptos y enriquecer su vocabulario.
6
Dediquen algún tiempo del fin de semana a leer en familia alguna obra maestra de la literatura y a debatir después sobre lo leído.
7
Contraten videos basados en buenas obras literarias para, después, animarles a leerlas. Sólo de las obras de Shakespeare se han filmado 336 películas.
8
Infórmense bien de los cuentos, libros, cómics y tebeos adecuados a la edad de cada uno de sus hijos, para acertar en la elección y lograr que se interesen por cultivar esta afición en el futuro.
9
A la misma edad, la madurez de cada hijo es distinta. Un libro adecuado para uno no lo será para otro. Hay que distinguir entre niños y niñas, no por machismo, sino porque tienen sensibilidades diferentes.
10
Moverse sobre un plano inclinado, para no llegar al empacho, sin forzarles los gustos, para evitar posibles rechazos. Las colecciones de ‘comics’ bien elegidas, pueden aficionar. Poco a poco se aumenta la dosis, hasta llegar a la universidad habiendo leído a los clásicos. Como decía un viejo profesor de literatura, “en los clásicos están todas las miserias humanas, pero bien resueltas”.
11
Si ven algún hijo suyo adolescente con un libro poco aconsejable, no lo pueden dejar pasar por alto. Albino Luciani dice: “En los libros de hoy, cuesta trabajo encontrar gentiles doncellas, alegres y sentimentales, pero pudorosas y reservadas. (...) Tus heroínas, (Walter Scott), tienen sentimientos delicados y se sonrojan con facilidad; las protagonistas de hoy no se sonrojan jamás: fuman, beben, ríen a carcajadas y no son más que un fenómeno biológico o una diversión. El matrimonio no es nunca el desenlace normal de una novela. Con frecuencia (las jóvenes), además de corrompidas, son cínicas y sanguinarias”.

11.02.2007

PROSOEMA No. 51 (02/11/2007)

¿EXISTE UNA LITERATURA INFANTIL?

Michel Tournier


Quisiera que se me permitiese relatar una experiencia personal en lo que respecta a los libros para niños, porque la considero instructiva.
En 1967 publiqué mi primer libro, una novela titulada Viernes o los limbos del Pacífico. Tratábase de una nueva versión del célebre Robinson Crusoe de Daniel Defoe (1719) que, en más de dos siglos transcurridos desde su aparición, ha sido "reescrito" innumerables veces. La regla del juego consistía para mí en ser lo más fiel posible a mi modelo, al tiempo que introducía en él —discreta, secretamente y como de contrabando— todo un bagaje de ideas filosóficas y psicoanalíticas modernas. Debo aclarar que acababa de presentarme al concurso de "agregación" en filosofía y que estaba imbuido de las doctrinas de Jean-Paul Sartre y de Claude Lévi-Strauss.
La relectura de mi novela me hizo advertir inmediatamente sus insuficiencias y percatarme de cuan lejos me hallaba del ideal que me había propuesto. La filosofía estaba allí, en cada página, indiscreta, exorbitante, volviendo lento y pesado el curso del relato. Pronto se me ocurrió la idea de rehacer el libro, aligerándolo y devastándolo, agregándole episodios puramente narrativos, integrando más íntima y profundamente la carga filosófica, que no cambiaría pero que tampoco quedaría a la vista.
Valiéndome pues de Viernes o los limbos del Pacífico como de una especie de borrador, escribí un nuevo libro, Viernes o la vida salvaje, en el que no hay una sola línea copiada del anterior.
Fue entonces cuando comenzaron las sorpresas. La primera fue la de enterarme de que había escrito un libro para niños. La brevedad del relato, su limpidez, el ritmo ágil de los acontecimientos, todo contribuía a hacer que esa breve novela se convirtiera en el futuro en un "clásico", en el sentido propio del término, es decir un libro leído en clase.
Mientras tanto —y ésta fue la segunda sorpresa— no encontraba editor. Descubrí al mismo tiempo cómo funcionaban las editoriales de libros "para niños" o los departamentos de "literatura infantil" de las grandes editoriales. Viernes o los limbos del Pacífico había sido publicado por unas doce editoriales extranjeras. Las que tienen una sección de obras "para la juventud" rechazaron Viernes o la vida salvaje por unanimidad. Las editoriales especializadas se mostraron asimismo poco acogedoras. ¿Por qué? Porque las ediciones para niños obedecen a leyes que excluyen por completo la verdadera creación literaria.
Sucede que se han formado un concepto a priori del niño, concepto que arranca directamente del siglo XIX y de una mitología en la que se mezclan Víctor Hugo y la reina Victoria. En los Estados Unidos, el ámbito del libro para niños ha estado mucho tiempo dominado tiránicamente por la empresa Walt Disney.
Esas editoriales especializadas viven bajo el terror de la vigilancia que ejercen las asociaciones de padres de familia y de libreros, cierto tipo de periódicos y revistas y una vasta red de opinión en la que desempeña un papel importante el comentario de boca en boca. La publicación de un libro para niños que no se adapte a las exigencias de esa censura entraña no solamente un boicot por parte de la prensa y de los libreros, sino además un desprestigio que se extiende a toda la producción de la editorial responsable, considerada desde ese momento como sospechosa.
Cabe suponer que cualquier audacia y todo tipo de creación original quedan así rigurosamente eliminados por las comisiones de lectura. En la mayoría de los casos se fabrican "moldes" —llamados "colecciones", con un director de colección— en los que unos seudoescritores vierten incansablemente un producto pedido y programado de antemano.
El público de cada colección es objeto de un retrato-tipo que comprende la edad, el sexo y la condición social. En muchos casos, todo ello se halla rematado por una ideología política o religiosa. Si el malaventurado autor de una obra nueva —que, por definición, no se parece a otra— va a llamar a la puerta de una de esas fortalezas, es posible que por cortesía retengan su manuscrito durante algunos días, pero nadie se tomará la molestia de leerlo.
Diez años han pasado desde entonces. Gracias al éxito de mis novelas, algunas editoriales han terminado por aceptar mi Viernes o la vida salvaje. Pero, en muchos casos, se ha tratado de editoriales puramente literarias e incluso de vanguardia, como Knopf en Estados Unidos, que no tienen ninguna experiencia en materia de libros para niños.
Así es como he llegado a hacerme seriamente esta pregunta: ¿qué sentido tiene hablar de libros para niños? Pensándolo bien, esta noción de una biblioteca ad usum delphini es bastante reciente. En efecto, se origina precisamente en la mitología victoriana del niño que he denunciado más arriba. Pero, entonces, ¿dónde situar los cuentos de Perrault, las fábulas de La Fontaine, la Alicia de Lewis Carroll? Y a esas obras maestras habría que añadir los cuentos de Grimm, los de Andersen, las leyendas orientales, Nils Holgersen de Selma Lagerlöff, El principito de Saint-Exupéry. Pues bien, creo que es preciso atreverse a recordar que, con excepción de Selma Lagerloff, esos autores no se dirigen en modo alguno a un público infantil. Mas, como tenían genio, escribían tan bien, tan límpidamente, tan brevemente —calidad rara y difícil de alcanzar— que todo el mundo podía leerlo, incluso los niños.
Este concepto de "incluso los niños" ha llegado a tener para mí una importancia capital y diría que hasta tiránica. Se trata de un ideal literario al que aspiro sin lograr —salvo una excepción— alcanzarlo. A riesgo de chocar a algunas personas, voy a decir lo que pienso: a Shakespeare, Goethe y Balzac se les puede tachar de una imperfección a mi juicio imperdonable: la de que los niños no puedan leerlos (*).
Por lo que a mí respecta, volvería a tomar gustosamente la pluma y me pondría a trabajar de nuevo en mis otras novelas, El Rey de los Alisos, Los meteoros, Gaspar, Melchor y Baltasar, para obtener versiones más puras de ellas, más rigurosas, más diamantinas, hasta el punto de que... incluso los niños pudieran leerlas. Si no lo hago no es por natural pereza —puesto que para ello habría que realizar un trabajo inmenso—, sino porque no serviría para nada. Los adultos no leerían esos "libros para niños" y los niños tampoco, dado que ningún editor de "obras infantiles" aceptaría esas novelas que escapan a sus "normas".
Sin embargo, una vez por lo menos he alcanzado el ideal que me he fijado. Durante muchos años, traté de integrar en una aventura ejemplar, con sólidas bases metafísicas, a los tres personajes principales de la comedia italiana: Pierrot, Colombina y Alerquín. Y, finalmente, lo logré. El resultado es un cuento de unas treinta páginas titulado Pierrot o los secretos de la noche.
Puesto que mi principal editor había creado una "sección de libros para la juventud", logré que aceptara ese "libro para niños" que publicó fuera de colección, en un formato único en su editorial, algo así como cuando antaño se solía demarcar en una ciudad un "barrio reservado", rodeado de una especie de cordón sanitario. Hay que reconocer que el éxito del libro hizo que dos años después pasara a formar parte de una colección de la editorial, un poco como cuando el hijo maldito y echado del hogar por el padre es acogido nuevamente entre los suyos, porque durante su ausencia ha hecho fortuna. Sin embargo, esas treinta páginas —por las cuales yo cambiaría el resto de mi obra— no encuentran todavía editor en el extranjero.
A partir del éxito de la segunda versión de Viernes se me invita frecuentemente a ir a hablar en las escuelas de Francia y de los países de habla francesa. Yo escucho las preguntas de los niños y me esfuerzo por responder a ellas. No son más "pueriles" que las que habitualmente hacen los adultos y, en su conjunto, quizás lo son menos. De modo brutal, van siempre directamente a lo esencial. ¿Cuánto tiempo tarda en escribir un libro? ¿Cuánto gana usted? Si hay faltas de ortografía en su manuscrito, ¿qué dice su editor? ¿Qué hay de verdad en sus historias?
Estas preguntas y cien más me han enseñado mucho por las respuestas que me han obligado a inventar, pues por principio respondo siempre sincera y detenidamente. La última de las preguntas que he citado pone en entredicho toda la estética literaria. ¿Es preciso recordar que Marthe Robert tituló su último libro La verdad literaria?
Yo suelo responder escribiendo ante todo en el encerado o pizarrón una frase de Jean Cocteau: "Yo soy una mentira que dice siempre la verdad". Luego cuento los orígenes del Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Hubo un hecho real: el timonel escocés Alexander Selkirk estuvo abandonado durante cuatro años y cuatro meses en la isla de Juan Fernandez, en el Pacífico. Es a partir de esta historia verdadera como Defoe escribió su Robinson. Ahora bien, existe la historia de Selkirk, tal como la consignó por escrito el comandante Wood Rogers que le recogió y le llevó de regreso a su patria. Pero ¿quién ha leído ese informe? Nadie, salvo algunos especialistas. Por el contrario, el Robinson de Defoe tuvo y sigue teniendo un inmenso éxito internacional. ¿Por qué razón la ficción excede hasta ese punto en la mente de los hombres de la pura y simple verdad?
La pregunta es temible y quien supiera responder a ella habría descubierto la clave de las obras maestras. Sin ambicionar tanto, voy a esforzarme por aclarar un poco ese misterio.
Lo más extraordinario del Robinson Crusoe de Defoe es que uno no se contenta con leerlo. Creo incluso que en fin de cuentas se lee bastante poco en su versión completa y auténtica. Lo que da fuerza y valor a esa obra es que suscita una necesidad irresistible de reescribirla. De ahí que existan, como he indicado ya, innumerables versiones, desde La isla misteriosa de Julio Verne hasta el Robinson suizo de Wyss, pasando por Susana y el Pacífico de Giraudoux y las Imágenes para Crusoe de Saint-John-Perse.
Hay en algunas obras maestras —y por ello figuran en primera línea de la literatura universal— una incitación a crear, un contagio del verbo creador, una puesta en marcha del proceso inventivo de los lectores. Yo confieso que para mí esa es la cumbre del arte. Paul Valéry decía que la inspiración no consiste en el estado en que se encuentra el poeta cuando escribe, sino en el estado en que el poeta que escribe espera poner a su lector. Pienso que de tal afirmación cabría hacer el fundamento de toda una estética literaria.
Pero ¿no equivale esto a esperar que una obra de arte posea ante todo una determinada virtud pedagógica? Montaigne decía que enseñar a un niño no es llenar un vacío sino encender un fuego. Creo que no se podría pedir más. En cuanto a mí, lo que he ganado es cierta llama que veo a veces brillar en los ojos de mis jóvenes lectores, la presencia de una fuente viva de luz y de calor que se instala de ahora en adelante en un niño, encendida por la virtud de mi libro. Recompensa rara ésta, y que no tiene precio, a todos los esfuerzos, a todas las soledades, a todos los malentendidos.
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(*) Hay que reconocer que, de todos modos, algunos poemas de Goethe se recitan en las escuelas europeas.
Notas de Imaginaria
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Michel Tournier nació en París en 1924. Es escritor, ensayista, estudió filosofía, ejerció el periodismo y fue productor y director de radio y televisión. Está considerado entre los representantes más importantes de la literatura francesa contemporánea. Recibió numerosas distinciones por su obra, como el Premio Goncourt y el Gran Premio de la Academia Francesa. Además de los ya citados en el artículo, algunos de sus libros editados en castellano son La gota de oro, El vagabundo inmóvil, El urogallo, Gilles y Juana y Medianoche de amor.
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Artículo aparecido en El Correo de la Unesco (París, Unesco, junio de 1982) y tomado por nosotros de la revista virtual Imaginaria, No. 96, del 19 de febrero de 2003. Pese a la distancia temporal entre la publicación original de esta nota y el presente, las cosas no han cambiado gran cosa a nivel internacional.